
No máster tiña un compañeiro que escribía para Ruta 66 de vez en cando e díxome que podía pasarlles un par de artigos a ver se lles interesaba que eu colaborase tamén. Mandeilles isto, que é unha especie de adaptación da miña tesina a un espazo breve e de tono moito máis pureta do que eu querería, pero pode ter certo interese. Dáme moita vergonza o detalle prexuizoso de usar a Lady Gaga como chivo expiatorio como punto, cando despois acabaría interesándome moito. Nunca tiven resposta.
Hay dos cuestiones existenciales adolescentes que han vuelto a mi cabeza de repente al ver a los Stones actuando con Lady Gaga en uno de sus conciertos de aniversario. La primera es cómo distinguirlos: yo siempre supe que el Let it Bleed era mejor que el disco de moda de aquella semana, igual que vosotros, pero necesitaba un argumento con autoridad, algo que no fuera puramente subjetivo. La segunda es cómo cambiar el mundo a mejor. Ellos tuvieron el poder para hacerlo, y aunque evidentemente un mundo en el que se puede escuchar “You Can’t Always Get What You Want” es mejor que uno en el que no, acaba dejándote mal cuerpo. Los Stones llevan mucho tiempo ahí y han construído un vínculo muy estrecho con muchas generaciones, generaciones que estuvieron cerca de conseguir algo y terminaron cansados y se convirtieron en sus padres.
Lo generacional… lo generacional es un concepto vago y contradictorio. Por un lado está basado en la oposición de los jóvenes contra sus mayores (y contra sus normas dominantes), así que siempre tiene algo de rebelde. Por el otro, los jóvenes son el centro del mercado de la industria cultural, que intenta aprovechar su potencial de negocio. Así que introducen a los artistas genuinamente jóvenes e independientes en su dinámica comercial o financian imitaciones similares. Al final, lo que era rebelde y peligroso termina siendo una moda completamente codificada. El caos se reorganiza. Pero hay huecos que se escapan al control (que se lo pregunten a Malcolm McLaren) porque cualquiera puede agarrar una guitarra y pillar a contrapié a la gran industria. Y así, cada cierto tiempo aparece eso que llena la boca a los críticos: sensación de peligro.

En Charlie Is My Darling, la primera película sobre los Stones, cuando están tocando “It’s All Right” empieza a construírse una tensión entre ellos y el público. El montaje los pone en diálogo por plano-contraplano. Están cerca, es un teatro en Irlanda en 1965, con una barrera controlada por policías, desbordados por adolescentes desbocados. El repertorio aún mezcla aquellas maravillosas versiones de Solomon Burke y Otis Redding con sus primeros clásicos propios: “The Last Time”, “Satisfaction”, “Get Off Of My Cloud”. Jagger ha explicado antes que, hasta la llegada de su generación de músicos, el pop no hablaba de problemas reales de los jóvenes. Eran solo historias de amor irreales, pero ellos querían hablar de como eran sus vidas en realidad, sus frustraciones. El resultado es esa identificación intensa que se siente por determinados grupos cuando aún se es joven (de corazón). Tus padres no lo comprenden, pero tú pones el disco en tu habitación y sabes que te están hablando a ti y a nadie más. Los Stones sienten lo mismo que yo, pensarían las chicas y chicos que abarrotaban el teatro. La cercanía que sienten en sus cabezas explota: el público invade el escenario para sentir esa cercanía en sus manos. ¿Lo consiguen? Por supuesto que no. Cuanto más te acercas a una estrella, más lejana se manifiesta. Lo explicaba bien Nik Cohn en Awopbopaloobop Alopbamboom:
“Sentadas en las salas de los conciertos, las colegialas gritaban, se pegaban y se desmayaban. Se excitaban. Según P.J. Proby, llegaron incluso a arrancar las patas de los asientos para golpearse a sí mismas. Se entregaron por primera vez a toda clase de atrocidades y se sintieron tan desinhibidas porque siempre existía un cinturón de seguridad: el cantante de pop era en sí mismo algo inalcanzable, irreal (…)”.
Las imágenes de lo generacional están construídas sobre las tensiones de las que hablábamos. Y para identificarnos con ellas y con quién las firma necesitamos sentirlas como auténticas, como verdaderas. La filmografía de los Rolling Stones, entre Charlie Is My Darling y Shine a Light, traza un arco de lo generacional al espectáculo para todos los públicos, de lo verdadero al simulacro. De la posibilidad de ruptura a la represión. En él se encuentran las respuestas a mis dos cuestiones existenciales.

La revolución necesita una música
Jean-Luc Godard decía que la revolución necesita una imagen. Probablemente se refería a que para convencer a la clase obrera hacía falta un cine que dijera la verdad, no películas de propaganda. Con la música pasa lo mismo. Aunque la propaganda y los ídolos de mentira funcionen, a largo plazo no habrán servido para nada. Cuando filmó a los Stones en One Plus One debía tener eso en la cabeza, ya que lo que hace al poner en imágenes el proceso de construcción de “Sympathy for the Devil” es interrogar el poder de esa música y del vínculo que tenía con la juventud (no es casualidad que pidiera para una película “a los Beatles o a los Rolling Stones”). Hace pasar la canción por repeticiones e interrupciones violentas, sin mostrarla nunca en su forma final, parándola cuando podría unirse a las imágenes revolucionarias. Filma en plano secuencia, sin cortes tras los que esconder lo que hay, durante minutos y minutos, moviéndose a placer por el estudio. En paralelo al grupo en el estudio, unos panteras negras comentan como el hombre blanco se apropia de su música en busca de la visceralidad. El discurso político y el musical se mezclan, y el espectador es el que debe construír su vínculo con la música, igual que debe construír sus propias ideas políticas.
La película también plantea, sin embargo, que la única manera de ser un intelectual revolucionario es dejar de ser un intelectual. One Plus One nunca fue un éxito, pero sí lo fue la canción, porque hablaba al público en su lenguaje. El distanciamiento es una vía para construír conocimiento verdadero, pero el espectador no siempre tiene la paciencia suficiente. La mayoría del cine (y del arte popular) funciona por el camino contrario, el de la identificación. Claro que eso conlleva los peligros de la manipulación y la alienación de quien recibe los mensajes. Así funciona el fascismo, que impone imágenes al público que este no puede construír por su cuenta.

En Let’s Spend the Night Together, la película de Hal Ashby sobre la gira de los Stones de 1981, unas imágenes crean el reverso de aquella multitud que invadía el escenario en 1965. Es Mick Jagger quien busca el contacto con el público que llena un estadio. Enfundado en sus mallas, recorre sudoroso una de esas enormes pasarelas a las que ya nos hemos acostumbrado. Desciende una escalera y recorre, rodeado de personal de seguridad, un camino fijado de antemano. La gente parece esperar su turno para tocarlo, y la cámara sufre para encontrar a su protagonista entre la multitud, filmando desde un punto lejano y elevado. El caos del vínculo generacional, la sensación de peligro, se ha convertido en un simulacro. No hay cercanía posible con la estrella, y el rol de cada persona es determinado de antemano. Es una experiencia ritualizada, codificada, privada por completo de libertad.
En el mismo año, Penelope Spheeris filmaba la escena punk de Los Angeles en The Decline of Western Civilization. En la actuación de Black Flag, la cámara está gran parte del tiempo al nivel del suelo, participando del pogo como un espectador cualquiera. Una serie de planos con rótulos presentan a los miembros del grupo, pero al llegar a Ron Reyes, su cantante, su nombre tarda en aparecer: está en el suelo, rodeado de gente pero agarrado con fuerza al micrófono para seguir gritando. En un momento en el que el rock and roll se había convertido en pasarelas, barreras y seguratas, el vínculo generacional y la autenticidad juvenil tenían que dar una respuesta. En Rastros de carmín, Greil Marcus lo tenía claro:
Si uno era capaz de demostrar que el rock’n’roll, ideológicamente autorizado a mediados de los sesenta como la excepción que confirma la regla de la monótona conducta que impregna la vida social, se había convertido en el engranaje más lustroso del orden establecido, entonces una desmitificación del rock’n’roll podía conducir a una desmitificación de la vida social.
Esa desmitificación tuvo, igualmente, forma de caos, si bien en esta ocasión la atracción sexual quedó fuera de la ecuación. El sexo es poderoso pero facilmente manipulable, pero la irreflexibilidad es libre, para bien y para mal. En esta ocasión, músico y público (y cineasta) están al mismo nivel, en lo que quizás es un paso adelante con respecto a los Stones del 65, y esa es la única vía para encontrar la verdad. La juventud necesita ocuparse de sus asuntos sin interferencias. Y lo bueno de la cultura popular es que, en última instancia, siempre es cosa del público. Spheeris da la palabra a los punks anónimos de su escena, igual que Peter Whitehead la daba a los jóvenes a la entrada de los teatros que los Stones iban a llenar. Posteriormente se democratizará el acceso a las cámaras y Jem Cohen podrá sumar a todo lo anterior las imágenes que filma el propio público en Instrument, su película sobre Fugazi. La cultura joven toma el control de los medios de producción, ¡la revolución está cerca!
O tal vez no. Los Stones fundaron Rolling Stones Records en 1970 después de entregar como último tema a Decca “Cocksucker Blues”. Tenían el control, pero se convirtieron en una empresa. En la gira del Exile on Main Street, Robert Frank los siguió con una cámara y la condición de poder filmar sin que nadie le dijera que no a nada. El resultado fue Cocksucker Blues, una película sucia, repleta de sexo y drogas sobre una profunda tristeza, la brutal sensación de que la de la estrella de rock es una vida completamente miserable y sin sentido. Se dice que los Stones personas la vieron y les pareció una película fantástica, pero los Stones corporación decidieron que sería nefasta para su imagen y bloquearon su aparición, limitándola a una proyección al año y en presencia de su autor. En su lugar, editaron Ladies and Gentlemen, the Rolling Stones, una película concierto apoyada en un nuevo sistema de sonido, cuadrafónico, en la que curiosamente el público no aparece en pantalla hasta la última canción. Como valor añadido parecía pesar más un avance técnico que la verdad. Pero, ¿para qué sirve la técnica por sí misma? Cuando Pete Townshend y John Entwistle acosaban a Jim Marshall para pedirle que fabricara amplificadores más grandes y potentes, el objetivo era claro: reflejar el caos de su generación y crear aún más.

La estrella en el espejo
Las primeras secuencias de Shine a Light, en las que se prepara el concierto, reflejan claramente el punto de llegada de la renuncia generacional de los Rolling Stones. Bill Clinton, que es el anfitrión del concierto, les cuenta que van a venir sus sobrinos y que muchos sesentones le han pedido entradas. Luego le presenta a Jagger al ex-presidente de Polonia. Alguien le dice a Martin Scorsese “esto es rock and roll” y él se descojona. Normal. Él sabe lo que fueron los Stones, y esto no es más que un espectáculo para toda la familia. Clinton sale a presentar al grupo, iluminado con esa luz cenital que crea en él esa aureola divina y se marcha con una ovación como una estrella más. La espectacularización de la política empezó antes que la de la música pop, y las consecuencias son evidentes. Aquí el público no sirve para nada más que aplaudir y seguir las indicaciones de Jagger. Todas las tensiones de lo generacional (verdad-mentira, creación espontánea-producto industrial) se han esfumado. Ya no hay ningún vínculo emocional con los oyentes más que el reflejo del que hubo cuarenta años atrás. Solo permanece la lejanía de la estrella, y su problemática tiene también en esta película un punto final.
En El cielo sobre Berlín de Wim Wenders, los protagonistas iban a un concierto de Nick Cave. Antes de cantar “From Her to Eternity”, le escuchábamos pensar: “Esta es la última. Y no voy a hablaros de una chica.” Justo después, se dirigía al público diciendo: “Voy a hablaros de una chica”. En esta contradicción está la problemática básica de la estrella de rock. ¿Es así en realidad? Si no lo es, ¿cómo puedo sentirme vinculado a lo que me dice? La estrella de rock, más aún que la de cine, necesita mostrarse para llegar al público, pero necesita protegerse de su propia imagen. De ahí las máscaras. Jim Morrison exigía que lo iluminaran igual que Josef Von Sternberg iluminaba a Marlene Dietrich. Cuando Mick Jagger interpretó a Turner en Performance, de Donald Cammell y Nicolas Roeg, su papel se leyó como una complejización de su propia imagen pública, jugando a la confusión entre el rockero decadente y el empresario mafioso. Entre el héroe, el matón y la víctima.
El problema de la máscara se da cuando ya no queda nada más. La proyección del personaje del rockero acabó derivando hacia el estereotipo. Por eso la mayoría de los biopics rock son la misma película, ¿o alguien distingue Ray de En la cuerda floja? Todd Haynes planteó el problema inteligentemente en I’m Not There, donde ni siquiera una máscara es suficiente para ocultar al verdadero Bob Dylan. No se puede encerrar a una persona en un personaje. I’m Not There cita el mito y también la realidad, en el mismo juego de espejos que Performance. La máscara es necesaria para que la estrella pueda seguir viviendo, pero también es la que genera la conflictividad por el aspecto divino que gira alrededor. La estrella tiene que construír realidad y ficción al mismo tiempo, para poder generar el vínculo cercano al público pero reafirmar su intangibilidad. Es lo que provoca que Dylan fuera visto en su momento como un profeta, es una muestra del poder del vínculo generacional y de su riesgo.

En Gimme Shelter, la obra maestra de los hermanos Maysles y Charlotte Zwerin, después de haber filmado el asesinato de un miembro del público durante la actuación de los Stones en Altamont, enfrentan a Jagger a las imágenes en la sala de montaje. Se enfrenta al momento en que las circunstancias desbordaron la máscara de la estrella, viéndose a si mismo cantar “Under my Thumb” añadiendo “I pray that it’s all right” en un escenario lleno de gente y Ángeles del Infierno, sufriendo porque la violencia estaba en el ambiente y no en la música. Nunca antes se vio a Jagger, siempre tan controlador y tan celoso de su imagen, perdiendo su poder de tal manera, mostrándose tan humano, tan débil. Es el punto de fuga del ídolo y el punto final de la utopía hippie. De ahí que esa sea la última imagen en la que preguntarnos si es así en realidad. Cocksucker Blues nos respondía con la verdad. En Shine a light, sin embargo, ya nadie se hace la pregunta. La cámara se limita a moverse frenéticamente, buscando en cada momento el gesto que consuma la reafirmación de su máscara, de la imagen que tenemos de ellos. El movimiento de caderas de Jagger, la cara de concentración de Charlie, la sonrisa de Ronnie, Keith soltando la guitarra. Es un espectáculo sin sensación alguna de peligro más allá del fracaso en la reafirmación de nuestras expectativas. En un último guiño irónico, el gesto característico de Keith Richards es el dejar de tocar y apoyarse en el hombro de Ronnie Wood. Hoy en día, no es posible distinguir a los Stones de Lady Gaga, ya que todo lo que gira a su alrededor se basa en cumplir lo que el espectador espera, y esa nunca es la base del artista. Lo que es incluso más preocupante es que no sea posible distinguir a los Stones de Bill Clinton, ya que son igualmente personas (o personajes) poderosos sin ninguna intención de cambiar el orden de las cosas. Pero en todo caso las imágenes de su filmografía son una muestra de los huecos que la inmediatez y el caos de lo juvenil pueden encontrar entre la industria. Huecos en los que el espectador se puede mover en libertad, construyendo su propio conocimiento y sus propias emociones. El resultado final puede ser de muchas maneras, pero la incógnita es, sin duda, peligrosa. En los tiempos que corren, renunciar a eso es un lujo demasiado grande.